Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Luego escribiré Berlín para que llegue el invierno.

Un niño me mira en la calle. El típico niño con gafas y un parche en el ojo. Para corregir la vista, dicen. Vaya jodienda. Es rubio, y me mira con sus cinco tiernos años mientras esboza una tímida sonrisa. Su madre lo lleva casi a rastras, en medio de una nube de gente que le da golpecitos con los bolsos y con las piernas. No sabe dónde va. Miro atrás, pero ellos ya prosiguen su camino. Me vuelve a mirar, fija, llanamente. Menuda mierda, pequeño gran personaje. Las calles me susurran nombres de personas que no conozco, y de lugares en los que nunca he estado, y quizás nunca estaré. Mi madre me mira con cara de tristeza. Y yo sigo tosiendo. Y me dice que estoy enferma, que vaya al médico, que estoy muy, demasiado enferma. Y yo suspiro, y me dejo llevar por ella, por las calles llenas de gente que me amorata los brazos y la cabeza con sus golpes, con sus prisas. Y miro a un niño rubio con gafas y un parche en el ojo. Para corregir la vista, dicen. Y tengo miedo. Y vuelven a sonar las trompetas. Y el médico me mira con cara de desaprobación. Y estoy cansada, pero mi madre me sigue susurrando que me ve muy enferma. "Mamá, estoy enferma, enferma de mediocridad," digo, y todo se vuelve negro, pero puro, diáfano, virgen, no sé cómo decirlo.
Y el niño de las gafas me sigue mirando. Y yo sigo escuchando sus latidos, en la nube de gente, entre las piernas de señoras con bolso, y bajo la atenta mirada de los bolsillos traseros de los hombres.
[Eisenheim.]

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