Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.

jueves, 5 de junio de 2014

La humanidad aplastada.

Un puñado de razones impresas en etiquetas corrosivas te otorgan el dudoso placer de la obviedad. Una toalla tejida en Turquía, un cargador de móvil fabricado siempre en China. Un coche de marca francesa con sedes de montaje en el norte de África. Dos o tres camisetas de tu equipo favorito remendadas por jóvenes manos vietnamitas. Bolsas de basura que han pasado por más manos que las tuyas. Pongamos que posees un calcetín, un sujetador, unos calzoncillos: siempre hay una parte de ellos que nunca te podrá pertenecer, ni siquiera un poquito. Esa fotografía en aquel hotelito de Dubai, donde todo refulge, excepto el cemento escondido detrás de arrugas pakistaníes. Ese balón sospechosamente blanco con el que juegan tus hijos, y con el que jamás jugaron los hijos de los tailandeses que vierten más que su sudor en fábricas sin luces ni mundiales.  Esa manta de días de lluvia en el sofá que habla en otro idioma que no es el tuyo, porque a ti te quita el frío pero a otros les quitó la libertad de vivir. Esa crema anticelulítica importada, o quizás esa maldita canción de aquel mundial que no se va a girar a observar las favelas, y seguirá su curso subiendo el volumen de los altavoces y de los himnos internacionales, intentando ahogar con decibelios lo que por sentido común debería flotar.
Tienes millones de razones limpiándote, arropándote, divirtiéndote, consumiéndote. Y ahora atrévete a afirmar que la solución es levantar vallas, desviar la mirada.
[Eisenheim.]

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