Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.

viernes, 3 de febrero de 2012

Cant erase.

Las palabras se clavaron en mi garganta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y comencé a sudar. Las cuatro palabras revoloteaban a mi alrededor cuando miré a través de la ventana los campos llenos de injusticia y horror. Constante falta de seguridad. Me declaré injustamente juzgada durante varios años, y aún continúan supurando las heridas de este final sin bajada de telón. Quizás debería eliminar parte de mi memoria, o quizás debería estancarme en la sinrazón una vez más. Pero no. Los intentos frustrados de parecer una inadaptada social dejan paso a una lucidez extrema que me lleva a odiar los domingos lluviosos, las manos alzadas y los golpecitos inesperados que intentan asustarme cuando estoy sola. Maldita seas, querida lluvia tropical, estás sacando lo peor de mi, de los míos, de mis temores más odiosos. Juré que me querría más a menudo, y ahora enfermo de mediocridad solo de cuando en cuando, aunque cada vez de forma más leve. Las uñas se clavaron en mis antebrazos, y todavía siento alientos fétidos delante de mis dientes. Todavía siento la inseguridad, el miedo, el dolor. Las heridas de una guerra no acabada, y las cicatrices que tardan todavía en desaparecer. El engaño, el desprecio, el asqueroso culmen del orgullo. Las ansias de volar, las sonrisas perfectas ocultas en matanzas y genocidios. La crueldad, la fuerza de la senectud.
Luego vuelvo, y el dolor de los párpados disminuye tímidamente. Abro los ojos, y respiro. Azul. Escucho las palabras de algún psicoanalista que pretende que no sintamos pánico nunca más. Iidota. Y empujamos los pretéritos imperfectos debajo del sofá, para ver si permanecen allí, escondidos. Temblando.
[Eisenheim.]

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