Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.

martes, 23 de abril de 2013

Alguien me dijo que no tuviese envidia de esas mujeres.


 
El ruido de Madrid,
las miles de luces que me invitan,
-siempre pagando, siempre chillando-
a beber una copa más, "una última y nos vamos",
y me guiñan los ojos
con dolor,
como si no entendieran que sí,
que sigo sin venderme,
que sigues conmigo,
a pesar de los retrasos de renfe,
del frío de las paredes de piedra, del traqueteo del vagón, del "averiado" en los baños.
A pesar de la ilusión, de las lágrimas de emoción
y de las gaviotas que se pierden lejos,
lejos de mi mar.
La M-40 me sonríe coqueta,
y  parece que me sonríen todas las mujeres bonitas del mundo,
las que pagan por sus servicios,
y las que se dejan la piel de las manos y engañan a sus maridos con la lejía cada amanecer,
y dejan a sus niños durmiendo y sus frigoríficos atestados por una herida silenciosa,
por una arruga más profunda, y una ojera cada vez más sempiterna.
La M-40 me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa,
como una mujer para una noche,
una noche sin luna, en el polígono de una gran ciudad.
Una mujer carísima, de esas de corazón-diamante. Una de esas mujeres que siempre sonríen,
que sirven para todo, menos para vestir ojeras. Y mucho menos arrugas.
Una de esas mujeres que no sirven por sí solas para contemplar las estrellas.
[Eisenheim.]

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