El ruido de Madrid,
las miles de
luces que me invitan,
-siempre
pagando, siempre chillando-
a beber una
copa más, "una última y nos vamos",
y me guiñan
los ojos
con dolor,
como si no
entendieran que sí,
que sigo sin
venderme,
que sigues
conmigo,
a pesar de
los retrasos de renfe,
del frío de las paredes de piedra, del traqueteo del vagón, del "averiado" en los baños.
A pesar de
la ilusión, de las lágrimas de emoción
y de las
gaviotas que se pierden lejos,
lejos de mi
mar.
La M-40 me sonríe coqueta,
y parece que me sonríen todas las mujeres bonitas del mundo,
y las que se dejan la piel de las manos y engañan a sus maridos con la lejía cada amanecer,
y dejan a sus niños durmiendo y sus frigoríficos atestados por una herida silenciosa,
por una arruga más profunda, y una ojera cada vez más sempiterna.
La M-40
me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa,
como una
mujer para una noche,
una noche sin luna, en el polígono de una gran ciudad.
Una mujer carísima, de esas de corazón-diamante. Una de esas mujeres que siempre sonríen,
que sirven para todo, menos para vestir ojeras. Y mucho menos arrugas.
Una de esas mujeres que no sirven por sí solas para contemplar las estrellas.
[Eisenheim.]
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