Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

El práctico saber que tienes de mi cuerpo.

Me quedo aquí. Aquí, y no un poco más allá. 
Aquí. Contigo. 
Porque son más de mil días sentada sobre lo que hemos contruído. Porque son mil días volviendo siempre, no al lugar del crimen, maldita sea, porque si he sido criminal lo he sido los millares de minutos que no he podido volver a ti. Porque nunca me quise quitar tu piel.
Me incendié esa primera noche, me incendié y me encendí. Y tú siempre has estado. 
Mil días de mi existencia, los mil días vitales, esenciales.
Tú estuviste allí en el primer examen. Tú estuviste allí cuando no me conocía las calles, guiándome, volviéndome del revés y riéndote de mi pésima orientación. Tú estuviste allí cuando todo se volvió negro, cuando apenas era una niña que no sabía cómo citar bibliografía, cuando intuía que podía hacer algo más que juntar dos palabras, y quedar bonito. Que podía escribir algo, yo qué sé, de lo que sentirme orgullosa algún día. O algo así.
Tú me enseñaste que la poesía no tiene ni nombres propios ni forma concreta, que se puede hacer tan propia en una estación de tren como en los bajos del puente veinticinco de abril.
Estuviste allí, cuando todos estaban lejos, kilométricamente hablando, y cuando alguno que otro falló en la distancia. Estuviste allí cuando los sobresalientes, cuando no supe callar a tiempo, y cuando no pude dejar de llorar por aquel estúpido drama.
Cuando los documentales de áfrica me revolvían las entrañas, y cuando no tuve más remedio que salir corriendo. Estuviste allí cuando apareció el cáncer, de repente, así, sin pensarlo. Cuando lo que más quería en el mundo fue atacado de repente, sin vuelta atrás. Estuviste allí, aguantando, noche tras noche, día tras día, volviendo a empezar, relax, take it easy, todo va a salir bien. Y me rescatabas en versos, en películas de filmoteca, en paseos por el centro. En mis desvelos y en mis sueños. Me has rescatado de todos los desastres, y me has dado la mano en todas mis huidas.
Me has abierto las puertas del mundo, las del subsuelo y las del cielo, la de un madrid desangelado, la de decenas de ciudades que he recorrido con el pie derecho, siempre con tu nombre clavado en mi espalda.
Conseguiste hacerme saber que todo se curaba, y que las cicatrices dolían, sí, pero que formaban parte de lo que somos. Y mírame. Aquí estoy, alardeando de cicatrices curadas. Sonriendo al palparlas.
Mantuviste la calma, (siempre la mantienes, bendita virtud), siempre mantuviste la calma, y apaciguaste a este pobre corazón desbocado que a veces se deja llevar por todo lo impetuoso, por todo lo sangrante. 
Estuviste (y estás) ahí, cuatro años, día tras día, step by step, que diría la canción.
Manejaste el timón, y supiste encauzar una vida que bullía, pero que no sabía hacia dónde fluir.
Tiraste a un lado las bayonetas, y compraste tinta. La mostraste, en forma de libros, en forma de diálogos de los años cincuenta, en forma de ternura, en forma de algo más que pasaba desapercibido a todos los demás.
Y el antídoto tuvo efecto. 
Siempre tenías razón, 
decías que me habías estado esperando.
Y yo sigo pensando
 que mil días se me hacen cortos,
si tú los vives conmigo;
este llegar aquí cada vez,
(perdona, Montero),
más tranquila.
[Eisenheim.]

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