Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.

domingo, 5 de octubre de 2014

Porque nadie, por mucho que sepa, sabe más que el destino.

Mi abuela sigue soplando una vela cada año, se frota las manos y guiña un ojo. Pero sigue ahí, y quizás todo eso sea el significado que está oculto detrás de lo infinito, de cada despedida y de cada comienzo. Quizás sea por eso por lo que Cooper me sigue mirando desde el cincuenta y cuatro, más muerto que vivo, viendo a Hepburn cabalgar a lomos de la juventud en ese Ritz en el que nada pasó por casualidad.
Quizás sean las estrategias de escapismo, la banda sonora de una canción olvidada, las manos de Galdós atestadas de venas insepultas, o la televisión de los vecinos de arriba. Fregar los platos después de cenar mientras en los telediarios siguen hablando de esas nuevas enfermedades que les quitan más que el sueño a los niños olvidados, a los tuyos y a los míos, pero a los que nos empeñamos en llamar extranjeros. Y mientras, decisiones que nunca entenderemos, muertos a los que nunca conoceremos y juicios en los que nunca encontraremos la verdad absoluta, porque nunca existió, no existe y nunca existirá otra verdad igual que la que sostiene mi abuela cada año cuando sopla su única vela, se frota las manos y guiña un ojo.
[Eisenheim.]

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